RECORDÉ QUE SE LLAMABA BERTA
Eugenio Asensio Solaz
«Todas las fiestas son iguales. Incluido el
diálogo.»
El largo adiós,
de Raymond Chandler
La segunda vez que subió
las escaleras y llegó al rellano casi fue una repetición de la primera. En las
dos ocasiones observé a través de la mirilla cómo buscaba alguna indicación que
se correspondiese con lo escrito en el papel que sujetaba en su mano derecha.
La primera vez que se plantó frente a la mirilla lo hizo después de haber
estado llamando insistentemente desde la calle. Alguien le abriría, por eso
subió los tres pisos y se plantó en mi rellano, buscó sobre las puertas,
encontró lo que buscaba y clavó su dedo en mi timbre. Llamó unas cinco veces,
toda una ráfaga de seguridad contra mi puerta asesinando el contratiempo de
encontrarla cerrada. Como no le abrí, dio media vuelta y empezó a desaparecer a
medida que descendía los escalones. Pasados unos minutos la imaginé en la
calle, dando unos pasos hacia atrás mientras buscaba el número en la fachada y
musitaba algunas palabras sobre la correspondencia entre la pared y su nota. No
creí que hubiese segunda vez, pero la hubo. En esta, estaba más decidida que en
la primera. Ahí fueron dos las ráfagas, una de cinco timbrazos como en la
primera y la otra de tres, pero hirientemente más prolongados. Entre las dos andanadas,
recordé que se llamaba Berta, o por lo menos eso dijo en uno de sus mensajes.
Realmente era guapa, salvando la distorsión que interponía la mirilla, diría que
era de las más guapas. El pecho justo, justo para llenar una mano, pero bien compensado
con las piernas y el culo. La vi girar trescientos sesenta grados buscando y otros
tantos encontrando. Cuando comprendió que nadie le abriría se esfumó. Yo volví
a la ventanilla en la que todavía parpadeaba el cursor y escribí: «Me llamo Juan, pero puedes llamarme Piscis».
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