sábado, 29 de noviembre de 2014

QUERIDO ALBERT, por Ángel Lara Navarro

Querido Albert:
Siempre es una alegría recibir noticias tuyas. Cuando se acerca el cartero con un sobre del frente en la mano, la ilusión y la esperanza luchan con el miedo en unos instantes que se dirían eternos. No sabría describirte la inmensidad del alivio que me recorre cuando adivino tu letra en el papel.
Sin embargo, cada palabra que leo me aleja más y más de ti. En los primeros párrafos, esa ilusión y esa esperanza permanecen intactas, pero poco a poco el desencanto se abre camino, y si consigo llegar al final, lo hago con la frustración y la rabia inundándome los ojos.
¡Cuán obtusos y egoístas podéis llegar a ser los hombres! Mientras vosotros estáis ahí, en retaguardia, ni imagino cuántos días recuperándoos de uno solo de batalla, tu madre y yo estamos aquí, luchando cada minuto, sin descanso ni tregua, para conseguir un mísero trozo de pan ácimo que llevarnos a la boca, o recogiendo papeles para no morir congeladas. Ya podríais enviarnos a vuestro cocinero con lo que os sobra de las trincheras... o con lo que les sobre a las ratas. Tendrías que ver el estado de desnutrición en el que se encuentra tu madre, ni fuerzas para criticarte le quedan ya, y eso que aún tengo la decencia de darle parte de mi ración.
Aquí no cantamos marchas, ni tenemos médicos que nos ayuden. En realidad nadie se ayuda. El frío y el hambre nos están consumiendo, bastante tenemos con ayudarnos a nosotros mismos. Y no, tampoco tenemos jóvenes, ni nuevos ni viejos. Lo único que nos mandáis de vuestra heroica lucha son mutilados a los que mantener, pues no tienen capacidad ni fortaleza suficiente para encargarse ni de ellos mismos. Pero vosotros cantad; cantad, fumad y haced dibujos, no tengáis prisa por echar a los malditos boches... si dejáis pasar el tiempo suficiente acabaréis haciéndoos amigos.
¡Y para terminar me dices que te van a fusilar por caerte a un cráter de obús! ¿Ahora os matáis entre vosotros en lugar de matar a los boches? ¡Que le diga a tu madre que te han hecho teniente, o mejor, capitán! Querido Albert, jamás lo creería. Dejad de jugar a soldaditos mientras aquí nos morimos de hambre y de frío, y acabad con esos malnacidos. Echadles de una vez de aquí o vuelve a tu casa a cuidar de tu madre, necesita a alguien con ella y a mí no me quedan ganas.

Cécile

miércoles, 26 de noviembre de 2014

HOY HACE UN AÑO, por Agustín Sauto

Frankfurt der Öder, 22 de octubre de 1919
Estimada Fraü Döblin:
La remito, junto a esta la última carta que su marido Ernst le escribió desde el frente, hace hoy un año. Espero que sepa disculpar mi tardanza en dirigirme a Ud., pero me ha sido imposible hacerlo antes: el miedo a la censura militar primero y mi posterior estancia en el hospital después me lo impidieron.
El estado del papel es lamentable, como puede comprobar, por la humedad, la mala calidad y… las manchas, y es posible que no pueda leerla; por eso me permito transcribirla, pues la copié en mi diario a los pocos días de tenerla en mis manos como precaución ante el riesgo de su pérdida y, bueno, porque apreciaba a Ernst; espero que me disculpe esa licencia.

«Helga, querida:
Esto es... Cada tres segundos una explosión, un obús... y van tres días seguidos con sus noches; las explosiones nos roban el aire y la presión nos oprime los pulmones, el corazón, hasta dejarnos al borde de la inconsciencia… otra más… otra. Estamos pegados a la tierra, a una tierra que se mueve constantemente que nos arrastra en su temblor, los paramentos se desmoronan, y sin embargo seguimos pegados a ella, es la mejor protección que tenemos en este infierno; el refugio de la tierra y no vamos ni a las letrinas. El olor a excrementos, a pises, se une al del sudor, al del miedo, al de los restos de comida, y al de los restos de los camaradas muertos, el hedor es…
… el olor de tus cabellos recién lavados, el de tu cuerpo recién bañado, solo el olor a limpio, a jabón, el olor de tu piel suave, y el leve toque de lavanda y de trigo maduro el último día de verano que pasamos juntos… ¡Aaah!…
… y otra… y otra más… no paran, no paran… El estruendo es ensordecedor, todo es ruido, ruido, no hay silencio en el frente. Al ruido de las explosiones, de las bombas, de los aviones, se une el de la tierra al quebrarse, el de los árboles al reventar, los fortines al caer y los gritos que no cesan, de los mutilados, de los heridos, los estertores, los sollozos, las órdenes…
… el murmullo de tu “Te amo” susurrado en mi oreja, tendidos a la orilla del Spree cuyas aguas lamen suavemente las riberas, con un monótono y adormecedor acorde; la brisa que juega entre las ramas de las hayas y los tilos; la chicharra y el lejano rumor del violín y el acordeón animando el baile en el Biergarten…
… más y más… y más…, las bombas, los obuses, la metralla silba, las astillas de los árboles al ser destruidos vuelan y buscan y encuentran nuestra cuerpos, los de los míos, que se desploman, reviertan, se evaporan; manos, brazos, trozos de carne, de huesos, en todas partes en las alambradas, en la trinchera; visión apocalíptica…
… ¡estás aquí, mi amor! ¡Has venido! Tu cabello castaño está un poco despeinado, te acabas de zafar de mi caricia, y la sonrisa se abre, picara, en tus labios. Llevas la blusa azul y la falda blanca que te estrenaste el día de tu cumpleaños. ¡Qué bien te sienta! Tus ojos brillan, en una mirada que promete la alegría de mi vida. ¡Estás aquí mi amor! y yo soy feliz…»
Cuando sonó el silbato que nos llamaba al combate Ernst no se movió. Estaba con una mirada fija en el papel, la boca formando una sonrisa, una expresión de felicidad en la cara. El sargento le zarandeó una y otra vez, le grito, le insultó, pero Ernst siguió quieto, con su feliz mirada perdida, aferrado al papel. Llegó el subteniente y dijo que el ataque no podía pararse por la aptitud de un cobarde que quería eludir su deber, manchaba su uniforme y era un mal ejemplo para la tropa y… bueno, rápidamente hizo lo que en aquel tiempo de pánico y desesperación se suponía que debía de hacer un militar. Yo cogí la carta de sus manos y eche a correr, con los otros, al combate contra los franceses.
Quedo con Ud. en el recuerdo de Ernst, y me pongo a su disposición.
Besa a Ud. la mano

Helmutt Müller

martes, 11 de noviembre de 2014

ESTIMADO PADRE, por Ángel Lara Navarro


Estimado padre:
Le escribo esta carta para despedirme de usted. Cuando lea estas líneas, estaré muerto. No se entristezca, le aseguro que es la decisión más meditada de mi ya acabada vida. Más adelante lo entenderá. Cuando el dolor se atenúe, difuminado con el paso de los días, se sentirá orgulloso de mí.
Seguramente ya habrá recibido la versión oficial, en estos casos la burocracia es más rápida que el estraperlo. Todo falso. Mi muerte no fue la de un héroe, al menos no la de lo que ellos entienden por héroe. No me abalancé sobre el enemigo y di mi vida por mi Patria. Me abalancé sobre el hijo de puta más grande que jamás he conocido, solo que el destino quiso que llevara mi mismo uniforme. Caeré bajo fuego amigo: me verán sin comprender, y me abatirán. Quizá, eligiendo cuidadosamente el momento, se quedarían petrificados, y ganaría unos segundos que salvarían mi vida, pero que no me librarían del Consejo de Guerra. No merece la pena, prefiero morir aquí, sin aspavientos ni humillaciones, sin rencores.
La vida en la trinchera es muy dura, acabas volviéndote loco. Días y días esperando y temiendo una batalla. Llega: sales, atacas, matas, sobrevives y vuelves. La rememoras una y mil veces, mil y una pesadillas, hasta que logras encerrarla, y entonces esperas y temes la siguiente.
Las ratas, las malditas ratas. Las miro una y otra vez, pero no consigo odiarlas. Las veo huronear, agazapadas entre los despojos, cobardes. Y no les veo a ellos, a nuestros enemigos. Veo a mis compañeros, repugnantes cobardes sin dignidad ni arrojo. Sí, padre, cobardes, como yo. Porque no estamos aquí defendiendo nada. Nuestras casas, nuestros campos, nuestras familias están lejos, a salvo. Pero las suyas no. Somos nosotros las alimañas que venimos a rapiñarles. Pero ¿por qué? ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué hemos venido?
La respuesta es tan triste y repetitiva como obvia: por cobardía. A un tipo siniestro y ambicioso se le ocurrió que podría ser más poderoso si controlase esta parte del mundo. El coste, irrisorio: unas cuantas monedas de plata y unos miles de vidas ajenas. La Patria como excusa. Y a otros pocos tipos siniestros y ambiciosos se les ocurrió que podrían medrar a su abrigo. Y a varios miles de cobardes vidas ajenas no se les ocurrió la manera de decirles que no, que no matarían a personas desconocidas, que no destrozarían familias enteras, que no arrasarían cosechas... Porque entonces les llamarían cobardes, incluso podrían matarles por ello.
Y ya aquí, algunos, peores que las ratas, decidieron ensañarse. Y algunos, peores que alimañas, disfrutan haciéndolo. Así que mañana moriré, no merezco seguir vivo... pero no esté triste, padre, sepa que uno de ellos, tal vez el peor de todos, morirá conmigo.
Cuide de madre y de Elenita, necesitan de su fortaleza. Yo les estaré esperando arriba. Pero no tengan prisa, padre, tengo mucho en qué pensar.

Siempre suyo. 

LA DESPEDIDA DE UN HOMBRE DESILUSIONADO, por Juan Manuel Sánchez

Mi amor:

Si estás leyendo esta carta es que he muerto y alguien se ha encargado de cumplir mi última promesa. Espero que no te tomes a mal este último acto de vanidad y de mal gusto. De todos modos, en estas circunstancias no me queda más que una intervención del azar para que llegue hasta ti mi relato de los hechos antes que una nota del ministerio sobre mi heroica muerte en acto de servicio. Créeme: no somos los buenos.
Mañana nos envían a luchar al frente, a enfrentarnos a un enemigo aún sin rostro ni voz, pero que seguro nos espera armado y sediento de venganza. Ese enemigo no nos odia por nuestras ideas o por nuestros orígenes, como nosotros a ellos, sino por nuestros actos: hemos quemado sus campos, matado a sus hijos, violado a sus mujeres…
Yo nunca haría eso, créeme, pero soy cómplice de todas esas atrocidades al no impedir que se perpetrara tanto mal entre gente inocente. Ahora pienso que fue un error seguir esas órdenes, y muchos de mis compañeros están de acuerdo conmigo, pero muchos más han preferido escudarse en la obediencia debida para saciar un hambre malsana, y nos han arrastrado a una insensata pelea.
Esta guerra nos ha convertido en salvajes, y ahora vamos a una batalla que parece crucial contra unos vecinos pacíficos a quienes odiamos por algo que ya se nos ha olvidado, si acaso lo supimos alguna vez.
Ahora que puede estar cerca el fin, no pienso en mi muerte, ni en el dolor de los míos, sino en cómo vengará su odio sobre mi cuerpo el soldado que me mate. ¿Acribillará mi vientre, me rematará a patadas, me escupirá? ¿Qué hará con mi cadena de oro o con mi pitillera? ¿Registrará mi cartera, romperá tu foto, se reirá de tu dedicatoria?
Solo me queda esperar de la persona que me mate, que borre su odio y te mande esta carta para que no pienses que morí como un héroe. Nuestro hijo debería aprender a diferenciar entre el bien y el mal.
Siempre,

Tu amor

CARTA, por Sabela Latas

Esta es la carta que no pude escribir desde la trinchera en la que salvé mi vida. La redacto muchos años después, para que mis nietos sepan por qué jamás he querido hablarles en vida de los muertos que maté, de la fría miseria que nos rodeó en el conflicto, o de la negrura en que se convirtió el rácano mundo que veíamos tras una mirilla.
Yo soy campesino. Así nací y así es como voy a morir, por fortuna. Aquel paréntesis guerrero al que me arrojó, encañonado junto a otros vecinos, un camión de militares por la fuerza no me hizo perder la fe en la paz, ni en el hombre, aunque sí en muchos hijos de puta particulares. Por eso, cuando alguna vez me han preguntado después cómo he tenido una prole en mitad de una tierra devastada, he respondido que porque en la contienda murieron más que demasiados hombres, y que porque la vida solo se paga con vida, si es que hay manera alguna de abonar esa deuda.
Yo fui cocinero en el frente. Hacía el rancho para la tropa y hasta flanes con bolas de caramelos de colores las escasas veces en que había postre, solo para oficiales. Eso sí se lo relataba a mis críos siempre que me pedían —mientras tomaba mi achicoria y liaba mi cigarro de picadura— que les contase alguna batalla, aunque en casi todas las ocasiones se repitiesen las historias de marmitón variando platos e ingredientes. Eso, y lo de la trinchera...
Juro por la tumba de mis padres que salí de aquel agujero en Verdún cagado de miedo, mojado de lágrimas, y apesadumbrado por no haber podido convencer a los otros compañeros de que me siguieran. Pero, sobre todo, famélico de dos días. Sí, el hambre que nos acompañaría a tantas y tantas generaciones de europeos empobrecidos fue quien me azuzó la mente y las tripas para salvarme el pellejo. Y aunque a ellos la dama de caninos afilados los tentó como a mí con el sueño de salir corriendo desarmados entre ráfagas densas de metralla y alcanzar la retaguardia donde estaba el avituallamiento, sin embargo, les pudo más el miedo. Y se quedaron allí dentro para siempre, con la boca negra abierta, sin poder pegar un tiro que no tenían ni mover un pie cuando llegó el estallido de mortero.