martes, 11 de noviembre de 2014

CARTA, por Sabela Latas

Esta es la carta que no pude escribir desde la trinchera en la que salvé mi vida. La redacto muchos años después, para que mis nietos sepan por qué jamás he querido hablarles en vida de los muertos que maté, de la fría miseria que nos rodeó en el conflicto, o de la negrura en que se convirtió el rácano mundo que veíamos tras una mirilla.
Yo soy campesino. Así nací y así es como voy a morir, por fortuna. Aquel paréntesis guerrero al que me arrojó, encañonado junto a otros vecinos, un camión de militares por la fuerza no me hizo perder la fe en la paz, ni en el hombre, aunque sí en muchos hijos de puta particulares. Por eso, cuando alguna vez me han preguntado después cómo he tenido una prole en mitad de una tierra devastada, he respondido que porque en la contienda murieron más que demasiados hombres, y que porque la vida solo se paga con vida, si es que hay manera alguna de abonar esa deuda.
Yo fui cocinero en el frente. Hacía el rancho para la tropa y hasta flanes con bolas de caramelos de colores las escasas veces en que había postre, solo para oficiales. Eso sí se lo relataba a mis críos siempre que me pedían —mientras tomaba mi achicoria y liaba mi cigarro de picadura— que les contase alguna batalla, aunque en casi todas las ocasiones se repitiesen las historias de marmitón variando platos e ingredientes. Eso, y lo de la trinchera...
Juro por la tumba de mis padres que salí de aquel agujero en Verdún cagado de miedo, mojado de lágrimas, y apesadumbrado por no haber podido convencer a los otros compañeros de que me siguieran. Pero, sobre todo, famélico de dos días. Sí, el hambre que nos acompañaría a tantas y tantas generaciones de europeos empobrecidos fue quien me azuzó la mente y las tripas para salvarme el pellejo. Y aunque a ellos la dama de caninos afilados los tentó como a mí con el sueño de salir corriendo desarmados entre ráfagas densas de metralla y alcanzar la retaguardia donde estaba el avituallamiento, sin embargo, les pudo más el miedo. Y se quedaron allí dentro para siempre, con la boca negra abierta, sin poder pegar un tiro que no tenían ni mover un pie cuando llegó el estallido de mortero.

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