jueves, 11 de diciembre de 2014

QUERIDA TÍA, por Ignacio J. Dufour

Querida tía Pauline:

No se si te llegará esta carta, como las que te envié desde el Marne. Os echo mucho de menos. Esta situación de constante tensión, esperando un ataque enemigo que nunca llega, es insufrible. Cada vez que oímos un camión renqueando nos preparamos para atacar pensando que es un ataque enemigo. A mi amigo Dupond le hicieron el otro día un consejo de guerra por atacar con la bayoneta uno de los camiones. Desde que estuvo a punto de morir por culpa de un tanque inglés, que atacó nuestra trinchera, no ha vuelto a ser el mismo. Bueno no quiero aburrirte con mis historias y tampoco tengo papel que desperdiciar.
            Cada noche me lamento de no haber podido estar junto a mis padres en su funeral, para haberlos despedido como se merecían. Acuérdate el próximo uno de noviembre de llevarles flores en mi nombre, ya que temo que no tenga un permiso en esas fechas.
            ¿Cómo se encuentra el tío Édouard? Espero que ya esté recuperado de la anemia. Deberías dejar de mandarme tanta comida, ya que sé que os la quitáis de la boca con buena intención, pero no me gustaría saber que ponéis vuestra salud en peligro para que yo tenga un poco más de comida que encima no suele llegar en las condiciones que debiera.
            Me alegró saber por tu carta del 15 de septiembre que la pequeña Sylvie ya ha dado sus primeros pasos, aunque hayan terminado con un pequeño chichón. Que Alain esté sacando muy buenas notas en el colegio y que os ayude a sacar adelante la familia trabajando por las tardes de recadero en la tienda de la señora Beaufort, como yo a su edad. Que el tío Marcel haya entrado a trabajar en la Citroën de la calle Javel como embutidor. Y todas las buenas noticias que incluía tu carta.     
            Echo de menos jugar con el pequeño Roland, el hijo de la lechera que murió el año pasado; su hermano René; el pequeño André, el hijo del zapatero, y con mi querido Jean Pierre. Recuerdo cómo venía mamá a buscarme cada vez que habíamos hecho alguna trastada. El olor a vaca y leche recién ordeñada que desprendía Roland, el olor a cuero de André y todos los olores de nuestro barrio. Esa vida sin obligaciones, que parece que ha pasado hace una eternidad y no hace ni una década de ello.
            Ya sabes que cada vez que recibo una carta tuya o de la familia es una alegría y que me viene mucho mejor que cualquier otra cosa que me mandéis. Como verás casi no me queda espacio para escribirte, por lo que en cuanto consiga más papel te volveré a escribir.
Tu sobrino que te quiere,
A. Rostand



Ignacio J. Dufour García (Madrid, 1984). Ingeniero Industrial y voraz lector, durante muchos años leí todo lo que me cayó en las manos. Aficionado a los clubes de lectura en donde me volvió a picar el gusanillo de escribir después de un grato encuentro con el autor del libro que estábamos leyendo.

sábado, 29 de noviembre de 2014

QUERIDO ALBERT, por Ángel Lara Navarro

Querido Albert:
Siempre es una alegría recibir noticias tuyas. Cuando se acerca el cartero con un sobre del frente en la mano, la ilusión y la esperanza luchan con el miedo en unos instantes que se dirían eternos. No sabría describirte la inmensidad del alivio que me recorre cuando adivino tu letra en el papel.
Sin embargo, cada palabra que leo me aleja más y más de ti. En los primeros párrafos, esa ilusión y esa esperanza permanecen intactas, pero poco a poco el desencanto se abre camino, y si consigo llegar al final, lo hago con la frustración y la rabia inundándome los ojos.
¡Cuán obtusos y egoístas podéis llegar a ser los hombres! Mientras vosotros estáis ahí, en retaguardia, ni imagino cuántos días recuperándoos de uno solo de batalla, tu madre y yo estamos aquí, luchando cada minuto, sin descanso ni tregua, para conseguir un mísero trozo de pan ácimo que llevarnos a la boca, o recogiendo papeles para no morir congeladas. Ya podríais enviarnos a vuestro cocinero con lo que os sobra de las trincheras... o con lo que les sobre a las ratas. Tendrías que ver el estado de desnutrición en el que se encuentra tu madre, ni fuerzas para criticarte le quedan ya, y eso que aún tengo la decencia de darle parte de mi ración.
Aquí no cantamos marchas, ni tenemos médicos que nos ayuden. En realidad nadie se ayuda. El frío y el hambre nos están consumiendo, bastante tenemos con ayudarnos a nosotros mismos. Y no, tampoco tenemos jóvenes, ni nuevos ni viejos. Lo único que nos mandáis de vuestra heroica lucha son mutilados a los que mantener, pues no tienen capacidad ni fortaleza suficiente para encargarse ni de ellos mismos. Pero vosotros cantad; cantad, fumad y haced dibujos, no tengáis prisa por echar a los malditos boches... si dejáis pasar el tiempo suficiente acabaréis haciéndoos amigos.
¡Y para terminar me dices que te van a fusilar por caerte a un cráter de obús! ¿Ahora os matáis entre vosotros en lugar de matar a los boches? ¡Que le diga a tu madre que te han hecho teniente, o mejor, capitán! Querido Albert, jamás lo creería. Dejad de jugar a soldaditos mientras aquí nos morimos de hambre y de frío, y acabad con esos malnacidos. Echadles de una vez de aquí o vuelve a tu casa a cuidar de tu madre, necesita a alguien con ella y a mí no me quedan ganas.

Cécile

miércoles, 26 de noviembre de 2014

HOY HACE UN AÑO, por Agustín Sauto

Frankfurt der Öder, 22 de octubre de 1919
Estimada Fraü Döblin:
La remito, junto a esta la última carta que su marido Ernst le escribió desde el frente, hace hoy un año. Espero que sepa disculpar mi tardanza en dirigirme a Ud., pero me ha sido imposible hacerlo antes: el miedo a la censura militar primero y mi posterior estancia en el hospital después me lo impidieron.
El estado del papel es lamentable, como puede comprobar, por la humedad, la mala calidad y… las manchas, y es posible que no pueda leerla; por eso me permito transcribirla, pues la copié en mi diario a los pocos días de tenerla en mis manos como precaución ante el riesgo de su pérdida y, bueno, porque apreciaba a Ernst; espero que me disculpe esa licencia.

«Helga, querida:
Esto es... Cada tres segundos una explosión, un obús... y van tres días seguidos con sus noches; las explosiones nos roban el aire y la presión nos oprime los pulmones, el corazón, hasta dejarnos al borde de la inconsciencia… otra más… otra. Estamos pegados a la tierra, a una tierra que se mueve constantemente que nos arrastra en su temblor, los paramentos se desmoronan, y sin embargo seguimos pegados a ella, es la mejor protección que tenemos en este infierno; el refugio de la tierra y no vamos ni a las letrinas. El olor a excrementos, a pises, se une al del sudor, al del miedo, al de los restos de comida, y al de los restos de los camaradas muertos, el hedor es…
… el olor de tus cabellos recién lavados, el de tu cuerpo recién bañado, solo el olor a limpio, a jabón, el olor de tu piel suave, y el leve toque de lavanda y de trigo maduro el último día de verano que pasamos juntos… ¡Aaah!…
… y otra… y otra más… no paran, no paran… El estruendo es ensordecedor, todo es ruido, ruido, no hay silencio en el frente. Al ruido de las explosiones, de las bombas, de los aviones, se une el de la tierra al quebrarse, el de los árboles al reventar, los fortines al caer y los gritos que no cesan, de los mutilados, de los heridos, los estertores, los sollozos, las órdenes…
… el murmullo de tu “Te amo” susurrado en mi oreja, tendidos a la orilla del Spree cuyas aguas lamen suavemente las riberas, con un monótono y adormecedor acorde; la brisa que juega entre las ramas de las hayas y los tilos; la chicharra y el lejano rumor del violín y el acordeón animando el baile en el Biergarten…
… más y más… y más…, las bombas, los obuses, la metralla silba, las astillas de los árboles al ser destruidos vuelan y buscan y encuentran nuestra cuerpos, los de los míos, que se desploman, reviertan, se evaporan; manos, brazos, trozos de carne, de huesos, en todas partes en las alambradas, en la trinchera; visión apocalíptica…
… ¡estás aquí, mi amor! ¡Has venido! Tu cabello castaño está un poco despeinado, te acabas de zafar de mi caricia, y la sonrisa se abre, picara, en tus labios. Llevas la blusa azul y la falda blanca que te estrenaste el día de tu cumpleaños. ¡Qué bien te sienta! Tus ojos brillan, en una mirada que promete la alegría de mi vida. ¡Estás aquí mi amor! y yo soy feliz…»
Cuando sonó el silbato que nos llamaba al combate Ernst no se movió. Estaba con una mirada fija en el papel, la boca formando una sonrisa, una expresión de felicidad en la cara. El sargento le zarandeó una y otra vez, le grito, le insultó, pero Ernst siguió quieto, con su feliz mirada perdida, aferrado al papel. Llegó el subteniente y dijo que el ataque no podía pararse por la aptitud de un cobarde que quería eludir su deber, manchaba su uniforme y era un mal ejemplo para la tropa y… bueno, rápidamente hizo lo que en aquel tiempo de pánico y desesperación se suponía que debía de hacer un militar. Yo cogí la carta de sus manos y eche a correr, con los otros, al combate contra los franceses.
Quedo con Ud. en el recuerdo de Ernst, y me pongo a su disposición.
Besa a Ud. la mano

Helmutt Müller

martes, 11 de noviembre de 2014

ESTIMADO PADRE, por Ángel Lara Navarro


Estimado padre:
Le escribo esta carta para despedirme de usted. Cuando lea estas líneas, estaré muerto. No se entristezca, le aseguro que es la decisión más meditada de mi ya acabada vida. Más adelante lo entenderá. Cuando el dolor se atenúe, difuminado con el paso de los días, se sentirá orgulloso de mí.
Seguramente ya habrá recibido la versión oficial, en estos casos la burocracia es más rápida que el estraperlo. Todo falso. Mi muerte no fue la de un héroe, al menos no la de lo que ellos entienden por héroe. No me abalancé sobre el enemigo y di mi vida por mi Patria. Me abalancé sobre el hijo de puta más grande que jamás he conocido, solo que el destino quiso que llevara mi mismo uniforme. Caeré bajo fuego amigo: me verán sin comprender, y me abatirán. Quizá, eligiendo cuidadosamente el momento, se quedarían petrificados, y ganaría unos segundos que salvarían mi vida, pero que no me librarían del Consejo de Guerra. No merece la pena, prefiero morir aquí, sin aspavientos ni humillaciones, sin rencores.
La vida en la trinchera es muy dura, acabas volviéndote loco. Días y días esperando y temiendo una batalla. Llega: sales, atacas, matas, sobrevives y vuelves. La rememoras una y mil veces, mil y una pesadillas, hasta que logras encerrarla, y entonces esperas y temes la siguiente.
Las ratas, las malditas ratas. Las miro una y otra vez, pero no consigo odiarlas. Las veo huronear, agazapadas entre los despojos, cobardes. Y no les veo a ellos, a nuestros enemigos. Veo a mis compañeros, repugnantes cobardes sin dignidad ni arrojo. Sí, padre, cobardes, como yo. Porque no estamos aquí defendiendo nada. Nuestras casas, nuestros campos, nuestras familias están lejos, a salvo. Pero las suyas no. Somos nosotros las alimañas que venimos a rapiñarles. Pero ¿por qué? ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué hemos venido?
La respuesta es tan triste y repetitiva como obvia: por cobardía. A un tipo siniestro y ambicioso se le ocurrió que podría ser más poderoso si controlase esta parte del mundo. El coste, irrisorio: unas cuantas monedas de plata y unos miles de vidas ajenas. La Patria como excusa. Y a otros pocos tipos siniestros y ambiciosos se les ocurrió que podrían medrar a su abrigo. Y a varios miles de cobardes vidas ajenas no se les ocurrió la manera de decirles que no, que no matarían a personas desconocidas, que no destrozarían familias enteras, que no arrasarían cosechas... Porque entonces les llamarían cobardes, incluso podrían matarles por ello.
Y ya aquí, algunos, peores que las ratas, decidieron ensañarse. Y algunos, peores que alimañas, disfrutan haciéndolo. Así que mañana moriré, no merezco seguir vivo... pero no esté triste, padre, sepa que uno de ellos, tal vez el peor de todos, morirá conmigo.
Cuide de madre y de Elenita, necesitan de su fortaleza. Yo les estaré esperando arriba. Pero no tengan prisa, padre, tengo mucho en qué pensar.

Siempre suyo. 

LA DESPEDIDA DE UN HOMBRE DESILUSIONADO, por Juan Manuel Sánchez

Mi amor:

Si estás leyendo esta carta es que he muerto y alguien se ha encargado de cumplir mi última promesa. Espero que no te tomes a mal este último acto de vanidad y de mal gusto. De todos modos, en estas circunstancias no me queda más que una intervención del azar para que llegue hasta ti mi relato de los hechos antes que una nota del ministerio sobre mi heroica muerte en acto de servicio. Créeme: no somos los buenos.
Mañana nos envían a luchar al frente, a enfrentarnos a un enemigo aún sin rostro ni voz, pero que seguro nos espera armado y sediento de venganza. Ese enemigo no nos odia por nuestras ideas o por nuestros orígenes, como nosotros a ellos, sino por nuestros actos: hemos quemado sus campos, matado a sus hijos, violado a sus mujeres…
Yo nunca haría eso, créeme, pero soy cómplice de todas esas atrocidades al no impedir que se perpetrara tanto mal entre gente inocente. Ahora pienso que fue un error seguir esas órdenes, y muchos de mis compañeros están de acuerdo conmigo, pero muchos más han preferido escudarse en la obediencia debida para saciar un hambre malsana, y nos han arrastrado a una insensata pelea.
Esta guerra nos ha convertido en salvajes, y ahora vamos a una batalla que parece crucial contra unos vecinos pacíficos a quienes odiamos por algo que ya se nos ha olvidado, si acaso lo supimos alguna vez.
Ahora que puede estar cerca el fin, no pienso en mi muerte, ni en el dolor de los míos, sino en cómo vengará su odio sobre mi cuerpo el soldado que me mate. ¿Acribillará mi vientre, me rematará a patadas, me escupirá? ¿Qué hará con mi cadena de oro o con mi pitillera? ¿Registrará mi cartera, romperá tu foto, se reirá de tu dedicatoria?
Solo me queda esperar de la persona que me mate, que borre su odio y te mande esta carta para que no pienses que morí como un héroe. Nuestro hijo debería aprender a diferenciar entre el bien y el mal.
Siempre,

Tu amor

CARTA, por Sabela Latas

Esta es la carta que no pude escribir desde la trinchera en la que salvé mi vida. La redacto muchos años después, para que mis nietos sepan por qué jamás he querido hablarles en vida de los muertos que maté, de la fría miseria que nos rodeó en el conflicto, o de la negrura en que se convirtió el rácano mundo que veíamos tras una mirilla.
Yo soy campesino. Así nací y así es como voy a morir, por fortuna. Aquel paréntesis guerrero al que me arrojó, encañonado junto a otros vecinos, un camión de militares por la fuerza no me hizo perder la fe en la paz, ni en el hombre, aunque sí en muchos hijos de puta particulares. Por eso, cuando alguna vez me han preguntado después cómo he tenido una prole en mitad de una tierra devastada, he respondido que porque en la contienda murieron más que demasiados hombres, y que porque la vida solo se paga con vida, si es que hay manera alguna de abonar esa deuda.
Yo fui cocinero en el frente. Hacía el rancho para la tropa y hasta flanes con bolas de caramelos de colores las escasas veces en que había postre, solo para oficiales. Eso sí se lo relataba a mis críos siempre que me pedían —mientras tomaba mi achicoria y liaba mi cigarro de picadura— que les contase alguna batalla, aunque en casi todas las ocasiones se repitiesen las historias de marmitón variando platos e ingredientes. Eso, y lo de la trinchera...
Juro por la tumba de mis padres que salí de aquel agujero en Verdún cagado de miedo, mojado de lágrimas, y apesadumbrado por no haber podido convencer a los otros compañeros de que me siguieran. Pero, sobre todo, famélico de dos días. Sí, el hambre que nos acompañaría a tantas y tantas generaciones de europeos empobrecidos fue quien me azuzó la mente y las tripas para salvarme el pellejo. Y aunque a ellos la dama de caninos afilados los tentó como a mí con el sueño de salir corriendo desarmados entre ráfagas densas de metralla y alcanzar la retaguardia donde estaba el avituallamiento, sin embargo, les pudo más el miedo. Y se quedaron allí dentro para siempre, con la boca negra abierta, sin poder pegar un tiro que no tenían ni mover un pie cuando llegó el estallido de mortero.

lunes, 20 de octubre de 2014

EN MEDIO DE LA NADA, por Miguel Hernández García

Querida Miriam:
Te escribo otra carta que, como las anteriores, no sé si será la última. En realidad aquí nunca sabes cuándo será lo último de nada, porque todos suponemos que el final está infiltrado entre nuestras tropas, aunque solo algunos tienen la desgracia de desenmascararlo. Ya sé que apenas tienes edad para balbucear y que aún tardarás en aprender a leer. Sin embargo, somos lo que hacemos, y decir y escribir también es hacer. Si no regreso, nunca sabré cómo me imaginarás, así que al menos quiero dejarte estas palabras para ayudarte a que traces parte de mi perfil mientras mi mente te esculpe en silencio. En realidad no tengo nada más que dejarte, ya que, si muero antes de volver, no creo ni siquiera que os llegue una mota de las cenizas que conformarán ese cuerpo derruido en el que me habré convertido.
Nunca he aspirado a ser un buen narrador, y ni siquiera si lo fuera podría contarte novedades sustanciales con respecto a mis cartas anteriores. Aquí, incluso en los días en los que hay más acción y movimiento, la nada termina por devorarlo todo. Paradójicamente, ese parece ser nuestro objetivo y el de quienes pelean contra nosotros: conseguir que la nada termine imponiéndose a todo.
A veces pienso que, en algunas cosas, vivimos una vida en la que experimentamos sensaciones parecidas. El dolor, el hambre, el frío… ambos nos hemos visto obligados a convivir con ello al habernos encontrado de buenas a primeras en un entorno muy distinto a aquel que nos otorgaba una placidez envidiable solo unos meses atrás. La diferencia entre nuestras hambres, nuestros dolores y nuestros fríos es que, si me lo permites, los míos se ven agudizados por el peso de lo incomprensible. Tú aún tardarás en reconocerlo, pero aquí los que dan órdenes desde cuarteles protegidos y los que las ejecutamos entre barro, sangre y alambre de espino solo nos diferenciamos en los años que se tienen ahorrados en el zurrón de los párpados.
Por eso te escribo, porque aquí la recompensa no es la victoria sino el tiempo, ese que, si consigo volver, emplearé en demostrarte que esto no sirve para nada, que solo vivir sirve para algo, que si muero nunca aceptes que digan que fui un héroe, como tampoco quiero que lo admitas si logro sobrevivir. En la guerra no se es víctima, ni mártir ni verdugo, porque en el momento en el que te atrapa comienzas a no ser nada. Ojalá te pueda ver crecer pero, si eso no sucede, solo te ruego una cosa: no dejes nunca de ser, Miriam.


Tu padre

MI ADORADA CÉCILE, por Luisa Gil

Mi  adorada  Cècile:
Ansío el momento de descanso para poder escribirte. No puedes imaginar el orgullo que siento por haberme incorporado al frente de batalla para luchar por Francia. Hoy estoy en retaguardia, esperando impaciente el momento en que nos movilicen a la primera línea. Estoy en una compañía de ciento cincuenta entre soldados y oficiales, la mayoría jóvenes como yo. El tiempo pasa rápido porque tenemos muchas actividades a lo largo del día y en los momentos de descanso podemos escribir, jugar a las cartas o, hacer dibujos de la vida aquí.
Si pudieras ver con tus ojos el maravilloso entorno que nos rodea…¡Y pensar que nos lo quieren robar esos malditos boches! Pero descuida y no te preocupes porque no se lo consentiremos. Nosotros estamos bien protegidos en trincheras que cavamos para ocultarnos del peligro y donde tenemos todo lo que necesitamos. ¡Hasta el cocinero se acerca con la olla para darnos de comer! Cuando estamos más cansados y sentimos que flojea nuestra entereza, cantamos a coro marchas que nos hacen salir el corazón por la garganta.
Por las noches, vemos bengalas que cruzan los cielos iluminando el horizonte y sabemos que pronto podremos regresar y podré abrazarte. Dile a mi madre que puede estar orgullosa de su hijo amado y que siga enviándome tabaco ya que va escaseando. Si te cuentan que en la batalla del Somme ha habido muchas bajas y heridos, no te apures querida Cécile, porque hay buenos médicos y enfermeras que, pacientemente, van atendiendo a los heridos que se recuperan sin dificultad.
Yo mismo he sido atendido de una herida que me ha fastidiado un poco, pero, gracias a mi querido amigo Edouard, ya estoy recuperado. Ahora tengo grandes planes para la vuelta. Estoy dándole vueltas a una idea que tengo y que te contaré más adelante cuando esté más madura.
 Acaban de pasarme el periódico de trincheras que escribimos en el frente cada semana. Te aseguro que es un gran trabajo, tanto por los artículos que nos hacen reír o soñar como por los dibujos, algunos de gran calidad a pesar de los escasos medios con que contamos. Hoy trae buenas noticias. Parece que acaban de reclutar más jóvenes para esta compañía, lo cual siempre es bienvenido aquí. Porque ya quedamos solo treinta. Ayer hubo una terrible masacre. ¡Esos demonios de boches! Estoy hasta las cejas de barro. Barro sucio y pútrido que me provoca nauseas al respirar. Dormimos encima de los muertos para protegernos de las mordeduras de las ratas. Y yo, con la pierna entablillada. Quieren que avancemos a cuerpo descubierto ante una línea de cañones que no cesan de disparar. Mil toneladas de proyectiles de artillería al día. Toda la tierra está muerta y herida. Llena de cráteres en los que  si caes ya no puedes salir y eso si aún respiras. Carrera hacia una muerte segura. Esto no es lo que nos habían contado. Esto no es lo que nos habíamos imaginado. Muchos de los soldados se pasan el día tiritando o llorando y gritando o son presa de convulsiones incontroladas. Y cuando llega el gas… es lo que más tememos. Ese gas que te quema los ojos y los pulmones. Esto es un verdadero infierno. No puedo imaginar nada peor. No lo soporto más. Ayer me caí en el cráter de un obús y han pensado que quería esconderme, aunque creo que alguien me empujó. El caso es que me han llevado a juicio. Así que serán las balas de mis propios compañeros y compatriotas las que acaben con mi vida. Qué más da.
Te quiere tú siempre enamorado Albert. 

PD.- Te pido un grandísimo favor: Dile a mi madre que me hicieron teniente. No, mejor, capitán.

sábado, 4 de octubre de 2014

Nuevo club de lectura sobre la I Guerra Mundial

Tras las buenas experiencias anteriores, la editorial Playa de Ákaba y la Comunidad de Madrid organizan un nuevo club de lectura para este otoño, dedicado a dos novelas relacionadas con la I Guerra Mundial, de cuyo inicio se cumplen 70 años en 2014. En el club, que se inicia el 6 de octubre y terminará el 22 de diciembre, se comentarán las novelas "Nos vemos allá arriba" de Pierre Lemaitre y "Sin novedad en el frente" de Erich Maria Remarque. Habrá área de debate, chats y los usuarios tendrán la posibilidad de enviar sus propios relatos de acuerdo con las propuestas que surjan. Como en anteriores ocasiones, el club estará coordinado por Lorenzo Silva, Noemí Trujillo, Anamaría Trillo, Efraim Suárez y Miguel Hernández García. El enlace en el que los usuarios pueden registrarse y participar es este:

Enlace al club de lectura "1914: el año que cambió el mundo"

lunes, 9 de junio de 2014

"El doctor Trelawney" en descarga gratuita

En la web de la editorial Playa de Ákaba ya está disponible el libro "El doctor Trelawney", realizado con los relatos escritos por algunos de los participantes en el club de lectura online "Cósimo visita el distrito 12", realizado por Playa de Ákaba y la Comunidad de Madrid entre el 1 de marzo y el 31 de mayo del 2014. En el club se trataron las tres novelas que componen la trilogía "Nuestros antepasados" del escritor italiano Ítalo Calvino.

Descarga gratuita de "El doctor Trelawney"

miércoles, 21 de mayo de 2014

NO SÉ QUIÉN SOY, por Rosa García Calleja

NO SÉ QUIÉN SOY
Rosa García Calleja

Los días soleados no me gustan. Prefiero que llueva y que haga mal tiempo, así la gente no sale a pasear por el campo. Estoy cansada de escuchar a los niños preguntar:
—Mamá, ¿eso qué es?  ¿Un melocotón o una ciruela?
Lo cierto es que ni yo sé quién soy.
Supongo que soy una fruta demediada, es lo que tiene nacer nectarina.
Mis amigas, la fresa, la pera y la manzana me dicen que no me preocupe, que busque lo bueno de ser dual, pero yo las envidio, debe ser relajante tener una personalidad bien definida como ellas. Yo necesito ser como los demás, de veras que lo necesito.
Mi vida se ha convertido en una pesadilla.
Llevo varios días vigilando el suelo. Estamos en tiempo de polinización y la tierra se va alfombrando con una especie pelusilla; si yo pudiera caer y revolcarme en ella podría tener la piel tan aterciopelada como el melocotón. Siempre he deseado ser uno.
Me balanceo con fuerza, a ver si tengo suerte y caigo. A lo lejos veo una familia que se va acercando, no quiero escucharlos de nuevo, seguro que los niños se paran ante este árbol, siempre lo hacen y  solo para preguntar que qué fruta soy. Estoy harta. Oigo un crujido. ¡Qué bien! La rama que me sostiene parece que se vence. Cuando apenas faltan unos metros para que lleguen, se rompe del todo  y desciendo en caída libre. ¡Qué divertido! Qué sensación tan placentera, me da cosquillas en el estómago. Está tan mullido que al topar con el suelo apenas me hago daño. Doy vueltas con alegría y toda mi piel se cubre de una fina capa de vello.
La familia ya está muy cerca,  entonces escucho pletórica de felicidad cómo el niño dice:
—Mira, mamá, se ha caído un melocotón.

Rosa García Calleja. Nacida en Barcelona. Psicóloga y funcionaria de Ayuntamiento. Me han publicado varios relatos en seis libros de antologías. Ganadora de concurso “Más cuentos que Calleja”, finalista en el concurso organizado por Latin Heritage Foundation, ganadora de uno de los premios del concurso “el relato más corto del verano”, finalista en el Premio Internacional de narrativa femenina Bovarismos. 

lunes, 12 de mayo de 2014

HEMISFERIOS, por Anamaría Trillo

HEMISFERIOS
Anamaría Trillo

Como todo el mundo tengo el cerebro demediado. Dos hemisferios dictan mis actos, algunos plenamente diestros y otros, absolutamente siniestros.
Mi hemisferio diestro rige mi manejo de los cubiertos en la mesa, la fuerza y precisión con la que coloco la bola en mis amistosos de tenis, el trazo de mis letras y la virtud o demérito de mis palabras. 
Mi hemisferio siniestro es diferente. No hace nada a derechas. Se pasa las horas trazando planes para estropear cualquier esfuerzo de mi lado diestro. Mi mitad siniestra es quien me pide que me relaje; que respire hondo y cuente hasta diez; que no pierda el tiempo con lo que me roba la calma; que mire más al cielo y menos a mi ombligo. Es indolente, pero simpática pues nunca actúa por mal. Cuando estropea lo que mi parte diestra ha hecho con tanto esfuerzo, en realidad, solo busca hacerla reír... pero mi parte diestra no se ríe jamás.
Mi parte diestra siempre hace lo correcto; mi siniestra hace lo que le da la gana. Una noche, apenas iluminada por un viejo flexo, con un bolígrafo en mi diestra, la siniestra sujetaba el papel en blanco. La siniestra se reía y echaba en cara a mi diestra que, sin su trabajo al sujetar el folio, sus trazos resultarían de un surrealismo picassiano.
Mi diestra no sabía cómo empezar a escribir. La risa no estaba en sus planes. Cuando mi siniestra se levantó del papel con la intención de acariciar el dorso de mi diestra, esta se rebeló y muy diestramente, clavó el boli sobre su mitad demediada.
Cuando la sangre rodó por mi mano y tiñó el blanco del papel, supe que el folio no se llenaría nunca, se había detenido la inspiración... pero nunca llegué a saber qué parte de mí hizo lo diestro y cuál lo siniestro.

Anamaría Trillo. Licenciada en Periodismo, editora y escritora. Apasionada de la lectura y la escritura, cultiva la novela, el relato corto y pequeñas incursiones en el mundo de la poesía. En 2014, ha participado con otros autores en Nueva carta sobre el comercio de libros de la editorial Playa de Ákaba. Es autora del libro de relatos El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos. 

jueves, 8 de mayo de 2014

EL ÁNGEL DEMEDIADO, por Elena Martínez Royo

EL ÁNGEL DEMEDIADO
Elena Martínez Royo

Crono se había enfrentado nuevamente a su hijo Zeus. La lucha en el Olimpo desencadenó truenos, que rompieron el silencio de la noche y rayos, que iluminaron el oscuro cielo. Helios, montado en su carro, condujo por el océano que circundaba la tierra, para que con la llegada del sol, dejaran de pelear.
Lucas, el viejo jardinero, se dirigió al laberinto para hacer desaparecer los efectos de la tormenta. Sabía que cuando el sol se escondiera, los enamorados aparecerían. Se convertiría en un lugar mágico, lleno de amor y promesas. Barrió las hojas esparcidas por encrucijadas y caminos, que conducían a una plaza en cuyo centro un imponente ángel de piedra lo dominaba todo. Cortó setos y limpió bancos escondidos estratégicamente, para que los amantes encontraran la buscada intimidad.
Al llegar a la plaza y ver lo que había ocurrido, exclamó:
—¡Un rayo ha demediado al ángel!
A partir de ese día los enamorados buscaron la magia en otro lugar y dejaron paso a seres que esparcían tristeza por sus calles.
Al ver lo ocurrido Helios apeló a Afrodita para restaurar el orden establecido por los Dioses.
Lucas, como cada mañana, se dirigió al laberinto. Los setos habían crecido tanto que cubrían sus calles. Resignado, cogió las tijeras de podar. Durante semanas trabajó abriendo caminos. Su sorpresa fue mayúscula cuando al llegar a la plaza descubrió que el ángel ya no estaba demediado.
Sentada en un banco, una pareja se daba besos apasionados. Sus suspiros se entremezclaban con los de otros enamorados. La magia había vuelto.


Elena Martínez Royo. Diplomada en Criminología y aficionada a la lectura. Algunos de mis relatos han sido publicados y, en la actualidad, me estoy enfrentando al reto de mi primera novela. 

EL MONSTRUO, por María Carmen Crespo

EL MONSTRUO
María Carmen Crespo

La voz airada de la madre cortó en seco la alegría del niño.
—Mejor no hablamos de tu padre—le dijo.
A él no se le ocurrió nada más que decir. En su mente se fue desdibujando la partida de pim-pón que había ganado a su padre, y cómo le había elevado por los aires hasta la rama de un árbol: ¡Campeón!
—Bueno, estamos juntos. Olvídate de tu madre —solía decirle él.
La imagen de su madre esperándole a la salida del cole con la merienda, su amplia sonrisa y el patinete se quebró como un espejo golpeado por una piedra.
Por eso muchas veces se ponía a llorar y cuando le preguntaban qué le ocurría, no podía explicarlo. No entendía nada. Lo que a él le gustaba contar sus padres no lo querían saber y solo le preguntaban, cuando volvía con cada uno de ellos, qué había comido, si le habían bañado y otras tonterías.
¿Cómo podría con sus cinco añitos explicar que se sentía demediado y que le faltaba una parte de sí diferente, según estuviera con su padre o con su madre? ¿Si eran mayores por qué no entendían que necesitaba hablar de lo bien que se lo pasaba, estuviera con quien estuviera?  El recordar esos momentos le hacía sentirse de nuevo feliz y el no hablar de ellos le asustaba como si el recuerdo se transformara en un monstruo, que se escondía dentro del armario. El niño tenía miedo de que algún día, ese monstruo saliera para obligarle a estar callado para siempre.
                                                                      
María Carmen Crespo. Ha publicado cuentos Lucía y las espadas de fuego, El apagón y en El enemigo interior de Playa de Akaba participó con Avatar. Su reciente novela ha sido enviada a concurso.

¿DEMEDIADO, YO?, por Patricia Martín Rivas

¿DEMEDIADO, YO?
Patricia Martín Rivas

—¡Ya no te soporto más! —le gritó, cuasi histriónica—. Eres un carca, un cascarrabias, un… un… ¡yo qué sé! Estás completamente demediado. Eso es: ¡demediado, demediado, demediado!
—¿Demediado, yo? ¡Demediada tu madre!
Portazo.
«Demediado, me dice, ¡demediado! Pero ¿cómo se atreve? Ella sí que está demediada, ea, ella sí que sí.»
Y se hiela en la calle porque va en pantalón corto y no ha cogido ni chaqueta ni jersey —que no es que haga frío frío, pero el entretiempo cala en los huesos y los mordisquea— y se sienta en un banco y camina y corre a ratos —a ratitos— da vueltas a la manzana y se bebe una cerveza por la calle y se acurruca en una esquina de la biblioteca —una esquina exterior, ajena a los diccionarios— y el dichoso demediado le come, le reconcome, le carcome.
«Demediado, yo. Buah.»
Y va cayendo el sol —tarde, porque ya se ha realizado el cambio de hora en vistas al verano— y el cielo ya rosea y las nubes se pintan de colores amarillentos y la gente sigue paseando —la ciudad no muere: estamos en Madrid— y los gritos de los muchachos arruinan el ocaso y lo visten de violento violeta y la suciedad se arremolina en las calles después de un duro día desperdiciado —otra vez— y los bares guardan o jóvenes que encaran la noche venidera o viejos que susurran a los vasos; viejos demediados.
—Demediado, me dice la tipa. Demediado, ni más ni menos. Y me cierra la puerta en las narices, gritándome: «¡Demediado, demediado!». Pero ¿acaso tengo yo cara de demediado?
—¿Qué significa eso?
—¿Qué eso?
—Eso de demiado, dimadido o lo que sea.
—¿Demediado?
—Sí, eso.
—Y qué sé yo.


Patricia Martín Rivas. Nacida en 1986 en Madrid y licenciada en Traducción e Interpretación y en Comunicación Audiovisual. Ha residido en París, California y Lima. Gran interés por las artes, especialmente la literatura y la pintura. Ganadora del primer premio del I Certamen de relato corto del concurso Marramblas y Farraguas con La gran revolución de las gallinas, en 2009, y del primer premio del I Certamen de escritura rápida del concurso Marramblas y Farraguas con El riesgo de no arriesgar, en 2011. Está escribiendo su tercera novela y publicó hace unos meses la segunda, Verde sobre naranja, en Amazon.

miércoles, 30 de abril de 2014

EL CREADOR, por Francisco García Alhambra

EL CREADOR

Francisco García Alhambra

Dominadas  las leyes de la genética y la clonación, se creó una comisión para  el diseño del ser humano íntegro, social y equilibrado. Proyecto ambicioso destinado a eliminar  discusiones, enfrentamientos y guerras. Los ensayos se encontraban ya en fase de experimentación aunque  no había una línea definida en su desarrollo.
En primer lugar se crearon dos cuerpos enteros separados, complementarios, y dependientes según la tendencia del sujeto base, hombre-mujer, hombre-hombre, mujer-mujer. Necesitaban unirse por unas membranas superiores para compartir conocimientos y puntos de vista. Pero algunos no querían ser demediados y deseaban vivir solos, otros ser mas de dos, y fueron muy pocos los resultados positivos de este experimento.
Después como superación se intentó un cuerpo único bisexual, con dos cerebros solapados capaces de asimilar todas las situaciones desde varios puntos de vista. Las crisis violentas que sufrían los sujetos desaconsejaron esa línea de experimentación.
Se trabajó también en el aumento de la capacidad cerebral, pero eso solo condujo a un paroxismo de ideas y de comportamientos ininteligibles, provocando que todos quisieran ser líderes, lo que generó demasiados conflictos.
Finalmente un habilidoso artesano y pensador ajeno a las investigaciones biológicas, al que todos llamaban Da Vinci, por su creatividad e ingenio, ideó un prototipo del ser humano total que quedó plasmado en varios bocetos. Este fue el elegido por la comisión.
En su  presentación «el creador» manifestó:
—Como podéis observar he diseñado a un ser humano como cualquiera de nosotros, solo he agrandado el pabellón auditivo para escuchar más y mejor a nuestros semejantes, y he aumentado y reblandecido el corazón para sensibilizar a la gente con los problemas de los demás y de la humanidad. El resto lo dejo a la educación efectiva y desinteresada por maestros independientes.



Francisco García Alhambra, (La Solana). Madrileño de adopción, con formación jurídica, leo y escribo por placer. Me interesa la historia de la humanidad y de las civilizaciones y sus principales protagonistas. Colecciono libros y enciclopedias, que podría estar leyendo, colocando y hojeando todo el día.

MITAD VIVO, MITAD MUERTO, por Emilia Privat Ferrando

MITAD VIVO. MITAD MUERTO
Emilia Privat Ferrando

Demediado. Así me sentía cuando ella me llamaba. Mitad vivo. Mitad muerto. Como si una embolia hubiese paralizado la mitad de mi cuerpo. Cuando estaba con Leonor, me olvidaba de todo, incluso de mi responsabilidad como guarda del cementerio del pueblo. Antes de conocerla mi vida transcurría entre tumbas, flores marchitas y las visitas de los familiares entristecidos. Vagaba por los caminos de gravilla, viendo cosas que podían enloquecer a cualquier hombre. Aquellos muros se habían convertido en mi prisión. Nada me importaba.  
Hasta que un tarde, ella apareció tan radiante como el sol en primavera, con una minifalda que dejaba al descubierto unas piernas largas, y una mirada azul que me robó el corazón. A su lado, aprendí a sonreír, a bailar, a gozar de su cuerpo. Disfruté de la vida como jamás lo había hecho.
Pero yo no era el único hombre de su vida y, cuando ella me abandonaba, volvía al mundo de las sombras. Mitad vivo. Mitad muerto.
Un día, Leonor apareció en el cementerio vestida de blanco, la falda le llegaba hasta los pies, el semblante pálido y ojeroso.
—¿Qué hago aquí? ¿Por qué no puedo salir de estos muros? —me preguntó.
Me acerqué a ella, quería abrazarla, protegerla, pero las manos solo acariciaron el viento.
—Tranquila, amor mío, a partir de ahora siempre estarás conmigo.


A Emilia Privat Ferrando le apasiona escribir, inventar historias, jugar con la imaginación. Ha publicado dos relatos y un cuento, pero lo que más le gusta son las novelas. Ha escrito algunas con la intención de presentarlas a concursos literarios. 

martes, 29 de abril de 2014

UN DÍA DE PLAYA, por Ignacio J. Dufour García

UN DÍA DE PLAYA
Ignacio J. Dufour García

El camping era ideal, el folleto indicaba que la playa se encontraba a cinco minutos. Al pasar la carretera, por el subterráneo, no se fijaron en la serie de desportillados que cubrían las paredes. Mientras bordeaban una garita vacía, un coche se internó en el bosque, esquivando un bloque de hormigón que ocupaba un carril. Junto a la garita se encontraba un edificio abandonado con aspecto de centro social.
            Cruzaron la calle, por donde una vez hubo un paso de peatones. Tomaron una senda peatonal casi cubierta por la maleza que supusieron les llevaría a la playa.
            No llevaban mucho tiempo caminado cuando lo vieron, un árbol vivo de unos ocho metros de altura demediado hasta casi la raíz como si hubiese sido golpeado por una enorme hacha. Una de sus mitades había caído sobre un banco que a duras penas soportaba su peso.
            Unos metros más adelante, se abrió a su izquierda un claro con tres mesas de ping-pong y varios bancos, todo con pinta de no haberse usado en años.
            Finalmente, al volver un recodo del camino lo comprendieron todo. A su izquierda se abría una avenida de unos doce metros de ancho, con bancos al tresbolillo y farolas de tubo de acero de varios brazos de estilo futurista similares a las del camping, que conducía a una construcción de estilo neoclásico que se apreciaba al fondo. La mayor parte de la avenida estaba cubierta de vegetación.
            A su derecha arrancaban las escaleras de un hotel de cristal y hormigón, al que no le quedaba una sola ventana. Picado de viruela, especialmente intensa en algunos balcones en los que quedaba al aire parte de su esqueleto de acero.
            Aun más inquietante que la imagen era el silencio, parecía como si las bombas también hubiesen acabado con el sonido.



Ignacio J. Dufour García (Madrid, 1984). Ingeniero Industrial y voraz lector, durante muchos años leí todo lo que me cayó en las manos. Aficionado a los clubes de lectura en donde a consecuencia de un encuentro con el autor del libro que estábamos leyendo me volvió a picar el gusanillo de escribir.

martes, 15 de abril de 2014

EL VALOR DEL SILENCIO, por Vanessa Bou Pérez

EL VALOR DEL SILENCIO
Vanessa Bou Pérez

Cuarenta horas a la semana en la caja del súper. Doña Verborrea Desmedida no calla un segundo. Gasto mucho en paracetamol. Solo hablo conmigo.
—¿Visteis lo de las fotos del principio del universo? —pregunté la última vez que hablé.
—No, es que no soy de ver las noticias, y mira que dice Raúl que debería. Mi hijo sabe más que yo. Y es que  es lo que yo digo…
Y una hora de charla sobre la nada.
Un atracador irrumpió hace unas semanas.
—El dinero o me la cargo. —Apuntaba a Verborrea.
Me decía a mí. Habló de su hipoteca, sus famélicos hijos. ¡Qué jodido relato costumbrista! Pero por fin escuchaba otras voces.
—Abre la caja ya.
Me quedé paralizada y sin habla hasta que llegó la policía y un mediador, el Doctor Trelawney, el  único psiquiatra del pueblo. Solo repetía: «Cálmense». Medité sobre el posible resto de mis días. Doña Protagonista Locuaz contando su sufrimiento y lo que la gente le dice que debe haber sufrido y blablablá. ¡Antes la muerte! Me interpongo entre ella y el proyecto de ladrón. Increíble, la pistola del desgraciado es de plástico. 
—¡No dispare! Doctor, tengo una idea —he recuperado la voz, pero Trelawney no oye. Explica a los policías: «Podemos ver el típico patrón de comportamiento demediado que provoca el hambre».
Lleno cuatro carros, los saco al coche aparcado en la calle de atrás, con su mujer al volante y una niña. He hecho un buen trato.
Ayer mientras en la cinta rodaba la leche demediada entró un hombre con una media en la cabeza y una pistola.  Me apunta, se dirige al resto.
—El dinero o me la cargo.
Sé que su pistola es de plástico. Creo que me guiña un ojo. Le sonrío.


Vanessa Bou Pérez. Bióloga de estudios y profesión. Intento aprender a escribir para convivir y encariñarme con mis fantasmas, pero ¡qué difícil es escribir y qué fácil leer algo bien escrito!

SIGNOS, por Rosario Curiel

SIGNOS
Rosario Curiel
«Ya el terreno estaba sembrado de signos de pasadas batallas.»
El vizconde demediado, Italo Calvino

Una aguja atravesó su piel. Se oían voces en contra de posibles anestesias. Recordó una cuchara cerca de sus labios apretados. «Debes comer», decía una voz. Pero ya no era boca. Era ojos y cama de hospital, ojos asombrados ante la cuchilla que derramó la vida de sus venas. Era un río rojo y muñecas vendadas, cicatrices nacidas a tramos de pura existencia, el vacío de sus padres, el vómito eterno, la traición de aquel que le había prometido que iban a ser felices hasta que la muerte… doctor, urgente, doctor, urgente, electro, eran palabras que se mezclaban en su mente después de que decidiera empezar de una vez por todas, y allí estaban él y su amiga, él y su relación demediada, él y su manía de compartir la mano, el coche, la risa, el cuerpo. Supo que en algún momento debería haber frenado la burla, la sopa de letras vomitadas de su boca con las que él la desdibujaba, criticaba su amargura, su media luna acostada en los labios, pero ya no había vuelta atrás: una nube de gorros verdes se agolpaba ante su cara, mientras por fin veía en su cuerpo los signos de una batalla en la que ella era vencedora y vencida. Dejó de asombrarse. Estaba entre los vivos y los muertos, en una región difuminada en la que podía verse desde arriba, sí, esa que se iba al otro lado, esa del alma partida en dos que se observaba era ella, ella misma, lamentando no haber adivinado antes los signos de la muerte que la acompañaban como el mejor de los amantes.


Rosario Curiel. Cultiva la poesía, el ensayo y el género escénico, pero se define básicamente como novelista. Tiene cinco novelas publicadas: la primera, El secreto de mi nombre, fue una de las obras finalistas en el Premio de Novela Fernando Lara 1996. Memorias de la salamandra, su última novela publicada, se situó entre las novelas finalistas en el Premio Nadal 2006.

LA NARANJA, por Gema Martínez Egido

LA NARANJA
Gema Martínez Egido

Silvia no tarda en levantarse de la cama y desperezarse, lo hace como todos los días para ir a trabajar en la clínica veterinaria. Lleva tres días intentando averiguar la causa por la que la tortuga Josefina no quiere comer.
            Cada mañana, por rutina, desayuna un café exprés sin azúcar, una tostada bien crujiente con mermelada de albaricoque y se exprime media naranja. La otra mitad se la reserva para su demediada pareja, su chico Mateo, que llega a casa cuando ella hace solo unos minutos que se ha ido. Esa mañana no necesita elegir la naranja porque es la última del frutero. Presenta un aspecto algo arrugado, deforme, sin casi vida. Al abrirla con el cuchillo de sierra, comprueba que está pálida, aunque sin darle mucha importancia, la exprime con energía y saborea su ácido sabor.
            Antes de irse, con cariño y delicadeza, sujeta la otra mitad de su naranja y cuando intenta guardarla en la nevera, el gato Roco se enreda entre sus pies, la hace caer y la naranja entra directa al cubo de la fregona. «No es normal», se dice. «Esto es una señal».
            Y lo es, porque Mateo no volverá a casa, no volverá al trabajo, no volverá a la vida. Ha permanecido malherido hasta desangrarse en el pasadizo del parque, cerca del portal de su piso. Está allí desde que un atracador le clavó la primeriza navaja para robarle su mochila, donde guardaba los cinco euros que reservaba para comprar, antes de llegar a casa, una bolsa nueva de naranjas.


Gema Martínez Egido. Soy de Madrid, del barrio del Carabanchel. Mi afición a la escritura surgió hace un año cuando me apunté a un taller de la biblioteca de mi barrio, donde he conocido a gente estupenda. Y lo que más me gusta es descubrir escritores nuevos que no conozco y tener montones de obras pendientes por leer; me hacen sentir que me queda mucho por aprender y que me acompañarán en mi vida. Me encanta la fotografía, afición que heredé de mi padre. Me permite mostrar una visión de la realidad a mi forma, porque me gustan los detalles de los edificios, calles y personas...