miércoles, 30 de abril de 2014

EL CREADOR, por Francisco García Alhambra

EL CREADOR

Francisco García Alhambra

Dominadas  las leyes de la genética y la clonación, se creó una comisión para  el diseño del ser humano íntegro, social y equilibrado. Proyecto ambicioso destinado a eliminar  discusiones, enfrentamientos y guerras. Los ensayos se encontraban ya en fase de experimentación aunque  no había una línea definida en su desarrollo.
En primer lugar se crearon dos cuerpos enteros separados, complementarios, y dependientes según la tendencia del sujeto base, hombre-mujer, hombre-hombre, mujer-mujer. Necesitaban unirse por unas membranas superiores para compartir conocimientos y puntos de vista. Pero algunos no querían ser demediados y deseaban vivir solos, otros ser mas de dos, y fueron muy pocos los resultados positivos de este experimento.
Después como superación se intentó un cuerpo único bisexual, con dos cerebros solapados capaces de asimilar todas las situaciones desde varios puntos de vista. Las crisis violentas que sufrían los sujetos desaconsejaron esa línea de experimentación.
Se trabajó también en el aumento de la capacidad cerebral, pero eso solo condujo a un paroxismo de ideas y de comportamientos ininteligibles, provocando que todos quisieran ser líderes, lo que generó demasiados conflictos.
Finalmente un habilidoso artesano y pensador ajeno a las investigaciones biológicas, al que todos llamaban Da Vinci, por su creatividad e ingenio, ideó un prototipo del ser humano total que quedó plasmado en varios bocetos. Este fue el elegido por la comisión.
En su  presentación «el creador» manifestó:
—Como podéis observar he diseñado a un ser humano como cualquiera de nosotros, solo he agrandado el pabellón auditivo para escuchar más y mejor a nuestros semejantes, y he aumentado y reblandecido el corazón para sensibilizar a la gente con los problemas de los demás y de la humanidad. El resto lo dejo a la educación efectiva y desinteresada por maestros independientes.



Francisco García Alhambra, (La Solana). Madrileño de adopción, con formación jurídica, leo y escribo por placer. Me interesa la historia de la humanidad y de las civilizaciones y sus principales protagonistas. Colecciono libros y enciclopedias, que podría estar leyendo, colocando y hojeando todo el día.

MITAD VIVO, MITAD MUERTO, por Emilia Privat Ferrando

MITAD VIVO. MITAD MUERTO
Emilia Privat Ferrando

Demediado. Así me sentía cuando ella me llamaba. Mitad vivo. Mitad muerto. Como si una embolia hubiese paralizado la mitad de mi cuerpo. Cuando estaba con Leonor, me olvidaba de todo, incluso de mi responsabilidad como guarda del cementerio del pueblo. Antes de conocerla mi vida transcurría entre tumbas, flores marchitas y las visitas de los familiares entristecidos. Vagaba por los caminos de gravilla, viendo cosas que podían enloquecer a cualquier hombre. Aquellos muros se habían convertido en mi prisión. Nada me importaba.  
Hasta que un tarde, ella apareció tan radiante como el sol en primavera, con una minifalda que dejaba al descubierto unas piernas largas, y una mirada azul que me robó el corazón. A su lado, aprendí a sonreír, a bailar, a gozar de su cuerpo. Disfruté de la vida como jamás lo había hecho.
Pero yo no era el único hombre de su vida y, cuando ella me abandonaba, volvía al mundo de las sombras. Mitad vivo. Mitad muerto.
Un día, Leonor apareció en el cementerio vestida de blanco, la falda le llegaba hasta los pies, el semblante pálido y ojeroso.
—¿Qué hago aquí? ¿Por qué no puedo salir de estos muros? —me preguntó.
Me acerqué a ella, quería abrazarla, protegerla, pero las manos solo acariciaron el viento.
—Tranquila, amor mío, a partir de ahora siempre estarás conmigo.


A Emilia Privat Ferrando le apasiona escribir, inventar historias, jugar con la imaginación. Ha publicado dos relatos y un cuento, pero lo que más le gusta son las novelas. Ha escrito algunas con la intención de presentarlas a concursos literarios. 

martes, 29 de abril de 2014

UN DÍA DE PLAYA, por Ignacio J. Dufour García

UN DÍA DE PLAYA
Ignacio J. Dufour García

El camping era ideal, el folleto indicaba que la playa se encontraba a cinco minutos. Al pasar la carretera, por el subterráneo, no se fijaron en la serie de desportillados que cubrían las paredes. Mientras bordeaban una garita vacía, un coche se internó en el bosque, esquivando un bloque de hormigón que ocupaba un carril. Junto a la garita se encontraba un edificio abandonado con aspecto de centro social.
            Cruzaron la calle, por donde una vez hubo un paso de peatones. Tomaron una senda peatonal casi cubierta por la maleza que supusieron les llevaría a la playa.
            No llevaban mucho tiempo caminado cuando lo vieron, un árbol vivo de unos ocho metros de altura demediado hasta casi la raíz como si hubiese sido golpeado por una enorme hacha. Una de sus mitades había caído sobre un banco que a duras penas soportaba su peso.
            Unos metros más adelante, se abrió a su izquierda un claro con tres mesas de ping-pong y varios bancos, todo con pinta de no haberse usado en años.
            Finalmente, al volver un recodo del camino lo comprendieron todo. A su izquierda se abría una avenida de unos doce metros de ancho, con bancos al tresbolillo y farolas de tubo de acero de varios brazos de estilo futurista similares a las del camping, que conducía a una construcción de estilo neoclásico que se apreciaba al fondo. La mayor parte de la avenida estaba cubierta de vegetación.
            A su derecha arrancaban las escaleras de un hotel de cristal y hormigón, al que no le quedaba una sola ventana. Picado de viruela, especialmente intensa en algunos balcones en los que quedaba al aire parte de su esqueleto de acero.
            Aun más inquietante que la imagen era el silencio, parecía como si las bombas también hubiesen acabado con el sonido.



Ignacio J. Dufour García (Madrid, 1984). Ingeniero Industrial y voraz lector, durante muchos años leí todo lo que me cayó en las manos. Aficionado a los clubes de lectura en donde a consecuencia de un encuentro con el autor del libro que estábamos leyendo me volvió a picar el gusanillo de escribir.

martes, 15 de abril de 2014

EL VALOR DEL SILENCIO, por Vanessa Bou Pérez

EL VALOR DEL SILENCIO
Vanessa Bou Pérez

Cuarenta horas a la semana en la caja del súper. Doña Verborrea Desmedida no calla un segundo. Gasto mucho en paracetamol. Solo hablo conmigo.
—¿Visteis lo de las fotos del principio del universo? —pregunté la última vez que hablé.
—No, es que no soy de ver las noticias, y mira que dice Raúl que debería. Mi hijo sabe más que yo. Y es que  es lo que yo digo…
Y una hora de charla sobre la nada.
Un atracador irrumpió hace unas semanas.
—El dinero o me la cargo. —Apuntaba a Verborrea.
Me decía a mí. Habló de su hipoteca, sus famélicos hijos. ¡Qué jodido relato costumbrista! Pero por fin escuchaba otras voces.
—Abre la caja ya.
Me quedé paralizada y sin habla hasta que llegó la policía y un mediador, el Doctor Trelawney, el  único psiquiatra del pueblo. Solo repetía: «Cálmense». Medité sobre el posible resto de mis días. Doña Protagonista Locuaz contando su sufrimiento y lo que la gente le dice que debe haber sufrido y blablablá. ¡Antes la muerte! Me interpongo entre ella y el proyecto de ladrón. Increíble, la pistola del desgraciado es de plástico. 
—¡No dispare! Doctor, tengo una idea —he recuperado la voz, pero Trelawney no oye. Explica a los policías: «Podemos ver el típico patrón de comportamiento demediado que provoca el hambre».
Lleno cuatro carros, los saco al coche aparcado en la calle de atrás, con su mujer al volante y una niña. He hecho un buen trato.
Ayer mientras en la cinta rodaba la leche demediada entró un hombre con una media en la cabeza y una pistola.  Me apunta, se dirige al resto.
—El dinero o me la cargo.
Sé que su pistola es de plástico. Creo que me guiña un ojo. Le sonrío.


Vanessa Bou Pérez. Bióloga de estudios y profesión. Intento aprender a escribir para convivir y encariñarme con mis fantasmas, pero ¡qué difícil es escribir y qué fácil leer algo bien escrito!

SIGNOS, por Rosario Curiel

SIGNOS
Rosario Curiel
«Ya el terreno estaba sembrado de signos de pasadas batallas.»
El vizconde demediado, Italo Calvino

Una aguja atravesó su piel. Se oían voces en contra de posibles anestesias. Recordó una cuchara cerca de sus labios apretados. «Debes comer», decía una voz. Pero ya no era boca. Era ojos y cama de hospital, ojos asombrados ante la cuchilla que derramó la vida de sus venas. Era un río rojo y muñecas vendadas, cicatrices nacidas a tramos de pura existencia, el vacío de sus padres, el vómito eterno, la traición de aquel que le había prometido que iban a ser felices hasta que la muerte… doctor, urgente, doctor, urgente, electro, eran palabras que se mezclaban en su mente después de que decidiera empezar de una vez por todas, y allí estaban él y su amiga, él y su relación demediada, él y su manía de compartir la mano, el coche, la risa, el cuerpo. Supo que en algún momento debería haber frenado la burla, la sopa de letras vomitadas de su boca con las que él la desdibujaba, criticaba su amargura, su media luna acostada en los labios, pero ya no había vuelta atrás: una nube de gorros verdes se agolpaba ante su cara, mientras por fin veía en su cuerpo los signos de una batalla en la que ella era vencedora y vencida. Dejó de asombrarse. Estaba entre los vivos y los muertos, en una región difuminada en la que podía verse desde arriba, sí, esa que se iba al otro lado, esa del alma partida en dos que se observaba era ella, ella misma, lamentando no haber adivinado antes los signos de la muerte que la acompañaban como el mejor de los amantes.


Rosario Curiel. Cultiva la poesía, el ensayo y el género escénico, pero se define básicamente como novelista. Tiene cinco novelas publicadas: la primera, El secreto de mi nombre, fue una de las obras finalistas en el Premio de Novela Fernando Lara 1996. Memorias de la salamandra, su última novela publicada, se situó entre las novelas finalistas en el Premio Nadal 2006.

LA NARANJA, por Gema Martínez Egido

LA NARANJA
Gema Martínez Egido

Silvia no tarda en levantarse de la cama y desperezarse, lo hace como todos los días para ir a trabajar en la clínica veterinaria. Lleva tres días intentando averiguar la causa por la que la tortuga Josefina no quiere comer.
            Cada mañana, por rutina, desayuna un café exprés sin azúcar, una tostada bien crujiente con mermelada de albaricoque y se exprime media naranja. La otra mitad se la reserva para su demediada pareja, su chico Mateo, que llega a casa cuando ella hace solo unos minutos que se ha ido. Esa mañana no necesita elegir la naranja porque es la última del frutero. Presenta un aspecto algo arrugado, deforme, sin casi vida. Al abrirla con el cuchillo de sierra, comprueba que está pálida, aunque sin darle mucha importancia, la exprime con energía y saborea su ácido sabor.
            Antes de irse, con cariño y delicadeza, sujeta la otra mitad de su naranja y cuando intenta guardarla en la nevera, el gato Roco se enreda entre sus pies, la hace caer y la naranja entra directa al cubo de la fregona. «No es normal», se dice. «Esto es una señal».
            Y lo es, porque Mateo no volverá a casa, no volverá al trabajo, no volverá a la vida. Ha permanecido malherido hasta desangrarse en el pasadizo del parque, cerca del portal de su piso. Está allí desde que un atracador le clavó la primeriza navaja para robarle su mochila, donde guardaba los cinco euros que reservaba para comprar, antes de llegar a casa, una bolsa nueva de naranjas.


Gema Martínez Egido. Soy de Madrid, del barrio del Carabanchel. Mi afición a la escritura surgió hace un año cuando me apunté a un taller de la biblioteca de mi barrio, donde he conocido a gente estupenda. Y lo que más me gusta es descubrir escritores nuevos que no conozco y tener montones de obras pendientes por leer; me hacen sentir que me queda mucho por aprender y que me acompañarán en mi vida. Me encanta la fotografía, afición que heredé de mi padre. Me permite mostrar una visión de la realidad a mi forma, porque me gustan los detalles de los edificios, calles y personas...