LOS CHAVALES NO LEEN A
CHANDLER
Pepa J.
Calero
Cuando el
padre vio los labios púberes de su Silvia pintados de rojo, gritó como un
poseso. Un cuervo asustado salió volando detrás de un rosal. Su hija bajaba la
escalera despacio con los zapatos de tacón en la mano.
Llorando,
la pequeña arañó con rabia el carmín de su boca, recogió su rubia melena en una
coleta forzada y aparcó los tacones blancos en el salón. Silvia suplicó, pero
el padre, impasible como un fiscal, la ordenó callar. Mintió al responder que
salía con las amigas. Era su primera cita con un chaval rico que había conocido
en Facebook.
Por la
ventana, a ráfagas, se colaba el olor a estiércol del jardín recién abonado.
«Recuerda»,
le dijo, «en casa antes de las diez».
Satisfecho,
se acercó a cerrar la puerta de la habitación de su hija. El ordenador de su
pequeña se escuchó de fondo. Las prisas, las amigas, los años, despistes.
Sonrió relajado. Al poner la mano en el ratón, un mensaje maligno brilló en la
pantalla:
«Recuerda, te recogerá mi chofer en un coche negro.
Siento un peso en la boca del estómago, los franceses tienen una frase para
eso. Los muy sinvergüenzas tienen una frase para cada cosa y siempre tienen
razón.»
Un sudor
frío resbaló sobre la barba. El corazón empezó a correr como un criminal y un
grito desesperado resonó en la casa, «¡No!».
La esposa asustada preguntó qué sucedía mientras él bajaba las escaleras
corriendo, la miró y dijo: «¡Los
chavales no leen a Chandler!».
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