viernes, 14 de marzo de 2014

LOS CHAVALES NO LEEN A CHANDLER, por Pepa J. Calero

LOS CHAVALES NO LEEN A CHANDLER
Pepa  J. Calero

Cuando el padre vio los labios púberes de su Silvia pintados de rojo, gritó como un poseso. Un cuervo asustado salió volando detrás de un rosal. Su hija bajaba la escalera despacio con los zapatos de tacón en la mano.
Llorando, la pequeña arañó con rabia el carmín de su boca, recogió su rubia melena en una coleta forzada y aparcó los tacones blancos en el salón. Silvia suplicó, pero el padre, impasible como un fiscal, la ordenó callar. Mintió al responder que salía con las amigas. Era su primera cita con un chaval rico que había conocido en Facebook.
Por la ventana, a ráfagas, se colaba el olor a estiércol del jardín recién abonado.
«Recuerda», le dijo, «en casa antes de las diez».
Satisfecho, se acercó a cerrar la puerta de la habitación de su hija. El ordenador de su pequeña se escuchó de fondo. Las prisas, las amigas, los años, despistes. Sonrió relajado. Al poner la mano en el ratón, un mensaje maligno brilló en la pantalla:
«Recuerda, te recogerá mi chofer en un coche negro. Siento un peso en la boca del estómago, los franceses tienen una frase para eso. Los muy sinvergüenzas tienen una frase para cada cosa y siempre tienen razón.»

Un sudor frío resbaló sobre la barba. El corazón empezó a correr como un criminal y un grito desesperado resonó en la casa, «¡No!». La esposa asustada preguntó qué sucedía mientras él bajaba las escaleras corriendo, la miró y dijo: «¡Los chavales no leen a Chandler!».

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