LA REINA DEL BAILE
Javier Trescuadras
Solo cuando
estás muerto descubres que el vecino, que parecía estrenar coche solo para joderte,
lloró desconsolado en tu entierro. O que tu hijo, que nació aferrado a una videoconsola
y es socio honorífico de la generación nini, pierde los vientos por una colombiana
fogosa llamada Catherine, con la que se derrite las córneas chateando y a la que
solo ha visto en fotos.
Y como
estás muerto, te presentas en su casa para descubrir en primer lugar que la
Fulop de turno no vive en Colombia, pues por mucho que cambien las cosas,
barrio de Triana solo hay uno y está lleno de sevillanos, y en segundo lugar
debes haber errado el salto astral, pues allí solo se contonea un maromo de
piel cetrina, con el sobrepeso de un hipopótamo diabético y unas cejas que
harían las delicias de cualquier vendedor de cepillos.
Entonces,
cuando notas que la cálida manta del anonimato cibernético humilla vilmente a
tu pobre chico; maldices en arameo y montado a lomos de la cólera más abrasiva
te concentras en poseer ese orondo cuerpo que eructa y deambula rascándose el culo
por la estancia.
Una vez
dentro, descubres con asco pírrico una falta abrumadora de ducha urgente y unos
dientes cremosos que en nada se parecen a los de la imaginada Catherine, pero
sonríes dispuesto a pasar la tarde tomando ante el espejo un completísimo
catálogo de instantáneas de aquel Búfalo Sudoroso en Desabillé Rosado del Año.
Agotado
pero con una sonrisa lobuna sales de ese gordo horas más tarde. Él solo
recordará un incómodo escalofrío, pero a la mañana siguiente, cuando se ponga
su traje, su corbata, y se dirija al banco del que es director, todos sus
clientes, familiares y amigos sabrán quién es, en realidad, la reina del baile.
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