La noche tronaba con el bullicio de unas motos.
Quejáronse los vecinos mil veces de tal algarabía nocturna que a menudo
condenábales a la vigilia. Alfonso era alto y enjuto, diríase que en los
huesos. Gustábale leer en exceso y encontrábase siempre perdido en medio de
fantasías, quizá inalcanzables. Puso los ojos en una bella joven del instituto,
Azucena, mas ella ignoraba su existencia.
Su
amigo Anchón, apodado así por su complexión oronda, era poco hablador y
sonriente.
—
¿Sabes? Algún día, todos conocerán mi nombre —decíale Alfonso—. Ayudaré a la
gente necesitada y mejoraré el mundo.
Una
tarde, andaba absorto en sus pensamientos cuando una insólita imagen nubló la
razón de Alfonso. Ante sus ojos, un nutrido grupo de actores ataviados con
ropajes militares de un siglo antes y provistos de fusiles arcaicos, apuntaban
a un hombre en camisa, con los brazos en alto y los ojos clavados en el cielo,
rodeado de otros míseros rostros que imploraban compasión.
Presto,
Alfonso se apeó de la moto con el aplomo de los valerosos caballeros e irrumpió
en la escena bélica lanzándose sobre los emblemas castrenses, emprendiéndola a golpes contra ellos, guiado
por el azar. Los faranduleros, que lo superaban en número y en fuerza física,
multiplicaron por mil los golpes que él propinaba.
A
Anchón, pávido al principio, apenas diole tiempo de cavilar sobre tamaña
majadería y corrió a enmendar el entuerto, mas los ofendidos no cesaron
inmediatamente, sino al cabo de un rato, cuando solo se oían los quejidos de
Alfonso.
Fatigado
por el suceso, uno de los actores le tendió una botella de agua.
— Doy gracias al cielo por la merced que me hace, caballero —masculló el herido y vínole a la memoria los consejos de su padre acerca de sustituir la violencia por cabales razones que eviten la lucha.
— Doy gracias al cielo por la merced que me hace, caballero —masculló el herido y vínole a la memoria los consejos de su padre acerca de sustituir la violencia por cabales razones que eviten la lucha.
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