Frankfurt der Öder, 22 de octubre de 1919
Estimada
Fraü Döblin:
La
remito, junto a esta la última carta que su marido Ernst le escribió desde el
frente, hace hoy un año. Espero que sepa disculpar mi tardanza en dirigirme a
Ud., pero me ha sido imposible hacerlo antes: el miedo a la censura militar
primero y mi posterior estancia en el hospital después me lo impidieron.
El estado del papel es lamentable, como puede
comprobar, por la humedad, la mala calidad y… las manchas, y es posible que no
pueda leerla; por eso me permito transcribirla, pues la copié en mi diario a
los pocos días de tenerla en mis manos como precaución ante el riesgo de su
pérdida y, bueno, porque apreciaba a Ernst; espero que me disculpe esa
licencia.
«Helga,
querida:
Esto
es... Cada tres segundos una explosión, un obús... y van tres días seguidos con
sus noches; las explosiones nos roban el aire y la presión nos oprime los
pulmones, el corazón, hasta dejarnos al borde de la inconsciencia… otra más…
otra. Estamos pegados a la tierra, a una tierra que se mueve constantemente que
nos arrastra en su temblor, los paramentos se desmoronan, y sin embargo
seguimos pegados a ella, es la mejor protección que tenemos en este infierno;
el refugio de la tierra y no vamos ni a las letrinas. El olor a excrementos, a
pises, se une al del sudor, al del miedo, al de los restos de comida, y al de
los restos de los camaradas muertos, el hedor es…
…
el olor de tus cabellos recién lavados, el de tu cuerpo recién bañado, solo el
olor a limpio, a jabón, el olor de tu piel suave, y el leve toque de lavanda y
de trigo maduro el último día de verano que pasamos juntos… ¡Aaah!…
…
y otra… y otra más… no paran, no paran… El estruendo es ensordecedor, todo es
ruido, ruido, no hay silencio en el frente. Al ruido de las explosiones, de las
bombas, de los aviones, se une el de la tierra al quebrarse, el de los árboles
al reventar, los fortines al caer y los gritos que no cesan, de los mutilados,
de los heridos, los estertores, los sollozos, las órdenes…
…
el murmullo de tu “Te amo” susurrado en mi oreja, tendidos a la orilla del
Spree cuyas aguas lamen suavemente las riberas, con un monótono y adormecedor
acorde; la brisa que juega entre las ramas de las hayas y los tilos; la
chicharra y el lejano rumor del violín y el acordeón animando el baile en el
Biergarten…
…
más y más… y más…, las bombas, los obuses, la metralla silba, las astillas de
los árboles al ser destruidos vuelan y buscan y encuentran nuestra cuerpos, los
de los míos, que se desploman, reviertan, se evaporan; manos, brazos, trozos de
carne, de huesos, en todas partes en las alambradas, en la trinchera; visión
apocalíptica…
…
¡estás aquí, mi amor! ¡Has venido! Tu cabello castaño está un poco despeinado,
te acabas de zafar de mi caricia, y la sonrisa se abre, picara, en tus labios.
Llevas la blusa azul y la falda blanca que te estrenaste el día de tu
cumpleaños. ¡Qué bien te sienta! Tus ojos brillan, en una mirada que promete la
alegría de mi vida. ¡Estás aquí mi amor! y yo soy feliz…»
Cuando
sonó el silbato que nos llamaba al combate Ernst no se movió. Estaba con una
mirada fija en el papel, la boca formando una sonrisa, una expresión de
felicidad en la cara. El sargento le zarandeó una y otra vez, le grito, le
insultó, pero Ernst siguió quieto, con su feliz mirada perdida, aferrado al
papel. Llegó el subteniente y dijo que el ataque no podía pararse por la
aptitud de un cobarde que quería eludir su deber, manchaba su uniforme y era un
mal ejemplo para la tropa y… bueno, rápidamente hizo lo que en aquel tiempo de
pánico y desesperación se suponía que debía de hacer un militar. Yo cogí la
carta de sus manos y eche a correr, con los otros, al combate contra los
franceses.
Quedo
con Ud. en el recuerdo de Ernst, y me pongo a su disposición.
Besa
a Ud. la mano
Helmutt
Müller
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