Esta es la carta
que no pude escribir desde la trinchera en la que salvé mi vida. La redacto muchos años después, para que mis
nietos sepan por qué jamás he querido hablarles en vida de los muertos que
maté, de la fría miseria que nos rodeó en el conflicto, o de la negrura en que
se convirtió el rácano mundo que veíamos tras una mirilla.
Yo soy campesino. Así nací y así es como voy a
morir, por fortuna. Aquel paréntesis guerrero al que me arrojó, encañonado
junto a otros vecinos, un camión de militares por la fuerza no me hizo perder
la fe en la paz, ni en el hombre, aunque sí en muchos hijos de puta
particulares. Por eso, cuando alguna vez me han preguntado después cómo he
tenido una prole en mitad de una tierra devastada, he respondido que porque en
la contienda murieron más que demasiados hombres, y que porque la vida solo se
paga con vida, si es que hay manera alguna de abonar esa deuda.
Yo fui cocinero en el frente. Hacía el rancho
para la tropa y hasta flanes con bolas de caramelos de colores las escasas
veces en que había postre, solo para oficiales. Eso sí se lo relataba a mis
críos siempre que me pedían —mientras tomaba mi achicoria y liaba mi cigarro de
picadura— que les contase alguna batalla, aunque en casi todas las ocasiones se
repitiesen las historias de marmitón variando platos e ingredientes. Eso, y lo
de la trinchera...
Juro por la tumba de mis padres que salí de aquel
agujero en Verdún cagado de miedo, mojado de lágrimas, y apesadumbrado por no
haber podido convencer a los otros compañeros de que me siguieran. Pero, sobre
todo, famélico de dos días. Sí, el hambre que nos acompañaría a tantas y tantas
generaciones de europeos empobrecidos fue quien me azuzó la mente y las tripas
para salvarme el pellejo. Y aunque a ellos la dama de caninos afilados los
tentó como a mí con el sueño de salir corriendo desarmados entre ráfagas densas
de metralla y alcanzar la retaguardia donde estaba el avituallamiento, sin
embargo, les pudo más el miedo. Y se quedaron allí dentro para siempre, con la
boca negra abierta, sin poder pegar un tiro que no tenían ni mover un pie
cuando llegó el estallido de mortero.
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