Estimado padre:
Le escribo esta carta
para despedirme de usted. Cuando lea estas líneas, estaré muerto. No se
entristezca, le aseguro que es la decisión más meditada de mi ya acabada vida.
Más adelante lo entenderá. Cuando el dolor se atenúe, difuminado con el paso de
los días, se sentirá
orgulloso de mí.
Seguramente ya habrá recibido la versión oficial, en estos casos la
burocracia es más rápida que el
estraperlo. Todo falso. Mi muerte no fue la de un héroe, al menos no la
de lo que ellos entienden por héroe. No me abalancé sobre el enemigo y di mi
vida por mi Patria. Me abalancé sobre el hijo de puta más grande que
jamás he conocido, solo que el destino quiso que llevara mi mismo uniforme.
Caeré bajo fuego amigo: me verán sin comprender, y me abatirán. Quizá,
eligiendo cuidadosamente el momento, se quedarían petrificados, y ganaría unos
segundos que salvarían mi vida, pero que no me librarían del Consejo de Guerra.
No merece la pena, prefiero morir aquí, sin aspavientos ni humillaciones, sin
rencores.
La vida en la trinchera es muy dura, acabas volviéndote loco. Días y
días esperando y temiendo una batalla. Llega: sales, atacas, matas, sobrevives
y vuelves. La rememoras una y mil veces, mil y una pesadillas, hasta que logras
encerrarla, y entonces esperas y temes la siguiente.
Las ratas, las malditas ratas. Las miro una y otra vez, pero no consigo
odiarlas. Las veo huronear, agazapadas entre los despojos, cobardes. Y no les
veo a ellos, a nuestros
enemigos. Veo a mis compañeros, repugnantes cobardes sin dignidad ni
arrojo. Sí, padre, cobardes, como yo. Porque no estamos aquí defendiendo nada.
Nuestras casas, nuestros campos, nuestras familias están lejos, a salvo. Pero
las suyas no. Somos nosotros las alimañas que venimos a rapiñarles. Pero ¿por
qué? ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué hemos venido?
La respuesta es tan triste y repetitiva como obvia: por cobardía. A un
tipo siniestro y ambicioso se le ocurrió que podría ser más poderoso si controlase esta parte del
mundo. El coste, irrisorio: unas cuantas monedas de plata y unos miles de vidas
ajenas. La Patria como excusa. Y a otros pocos tipos siniestros y ambiciosos
se les ocurrió que podrían medrar a su abrigo. Y a varios miles de cobardes
vidas ajenas no se les ocurrió la manera de decirles que no, que no matarían a
personas desconocidas, que no destrozarían familias enteras, que no arrasarían
cosechas... Porque entonces les llamarían cobardes, incluso podrían matarles
por ello.
Y ya aquí, algunos, peores que las ratas, decidieron ensañarse. Y
algunos, peores que alimañas, disfrutan haciéndolo. Así que mañana moriré, no
merezco seguir vivo... pero no esté triste, padre, sepa que uno de ellos, tal
vez el peor de todos, morirá conmigo.
Cuide de madre y de Elenita, necesitan de su fortaleza. Yo les estaré
esperando arriba. Pero no tengan prisa, padre, tengo mucho en qué pensar.
Siempre suyo.
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