—Sancho, tú
crees que saldremos de aquesta nueva afronta con lo que me propones. Porque si
no conseguimos calmar los ánimos de estos bardos metidos a jornaleros de
maitines no podré volver a Sevilla, y no hace falta que te diga que aquí nos
engendraron, y nada me disgustaría más que vivir el resto de mis días en una
ínsula Barataria. No sé si me entiendes—, le dijo D. Quijote armándose de
razón.
—Bueno, señor,
ya le conté cuál es mi plan. Solo le pido que me deje introducir nuevas formas
a la hora de resolver nuestros antiguos problemas. Antes no existían estos papeles
tan recargados de pomposas cláusulas y dinerarias razones. Si en nuestra época
hubiésemos dispuesto de estas armas de papel, no tendría usted que haberse
enfrentado a esos gigantes disfrazados de molinos de vientos, ni a un sinfín de
caballeros que no eran ni andantes ni caballeros, por más que los viera tan
claros en su mente. Y qué me dice de esa necesidad tan suya, de allá por donde
pasaba, de restablecer justicias de amores e hidalguías.
—Ya, Sancho, dices
bien, y razones no te faltan en lo que relatas, pero yo me atengo al pasado:
cosas veredes. Y en eso estamos, desfaciendo entuertos, como siempre. Mírales,
ahí están, dispuestos a sacar la imagen del Cristo en mitad de esta ciclogénesis
explosiva que nos anuncia el cielo y corroboró hace unas horas el hombre del
tiempo en televisión.
—Dejémosles imbuidos
en su fe, y si finalmente deciden sacar el paso, cuando comience a llover nos
acercamos al maestro cofrade y le damos el sobre. Ya sabe lo que me dijo el
agente cuando me lo dio: la fe mueve montañas, pero para el resto, contrata una
buena póliza de seguros.
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