Los jugadores se arremolinaban alrededor
de los dos hombres vestidos con un viejo traje deportivo de riguroso color
negro. En la grada, unas cuarenta personas se agolpaban tras una valla oxidada
que no ponía demasiado empeño en frenar el ímpetu de la multitud. El árbitro
asistente de la banda derecha se dirigió al colegiado principal.
—Alonso, ¡estás loco!
¿Cómo se te ocurre pitar ese penalti?
—Yo sanciono lo que
entiendo que es justo sancionar, Sancho.
—¡Si no le ha tocado!
—el asistente se desgañitaba mientras miraba de reojo a la turba que se iba
conformado detrás de él.
—Iba con la intención
de tirarle al suelo y para mí eso es lo que cuenta.
—No te metas a juzgar
intenciones, Alonso, que las de esta gente de la grada no son precisamente muy
buenas. Ya saben dónde he aparcado mi coche y no quiero que le pase nada.
—Para eso están los
seguros, Sancho, no te preocupes por eso. Nosotros estamos aquí para impartir
justicia.
—Venga, pues que tiren
el penalti y que sea lo que Dios quiera. Pasarán cuatrocientos años y este
hombre no cambiará…
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